miércoles, 7 de agosto de 2013

Memorias de un Sereno


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Por la noche, ya cuando todos duermen, me muevo por los pasillos de la casa con suma sigilia, formando parte del silencio que reina soberano a semejante hora, siendo una sombra más entre las sombras que inundan el espacio.

Algunas veces desaparezco, inmóvil en un rincón cualquiera, observando perplejo, a cada segundo, ese ambiente vacío y manchado de oscuridad en el que nada pasa.

Otras veces me escabullo en los cuartos, cuartos repletos de cuerpos humanos aleatorios que descansan todos juntos en una especie de gavetas sobre la pared. Es como si las personas se desconectasen de sus herramientas humanóticas y las dejasen llenándose de energía mientras ellos se van a pasear por otras dimensiones hasta que el sol marque la hora y vuelvan a buscarlos para continuar con sus mundos individuales y separados entre si. Yo me embriago de placer y vértigo al contemplarlos en tan delicada situación, tan vulnerables, ahí, con su pescuecito desnudo, tan accesible. El éxtasis es total si, entre la oscuridad de la noche, se llegan a vislumbrar las delicadas formas de la clavícula, una clavícula que adivino blanca y tibia por debajo del manto de piel que la cubre.

A veces me acerco, mucho me acerco, tanto que el aire de las respiraciones se vuelve una única cosa, caliente y pesado se entrelaza y se hamaca compartido entre los dos cuerpos acariciando las cavidades torácicas interiormente. Yo y mi huésped nos acariciamos por adentro por largos y silenciosos minutos.

Ya a la luz del día todo vuelve a la normalidad, porque el sol también alumbra los instintos y las dignidades. Los huéspedes (que en este momento están llenando su plato con las delicias del desayuno) ni se imaginan que el muchacho de camisa a cuadros y anteojos que responde mails en la recepción del hostel conoce hasta el último detalle el ritmo de su respiración.

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